Arriba y abajo

Ignacio Llanes
5 min readMay 23, 2020

La barranca era alta, aunque en esa parte la pendiente ya no se veía tan pronunciada. De todas formas Tato calculó que eran por lo menos diez metros hasta llegar al fondo, a la orilla del río, y que el terreno estaba tan lleno de piedras y matas de yuyos que iba a ser casi imposible bajar sin romperse la cabeza. Del otro lado de la baranda de metal todavía quedaba una cornisa de pasto antes del abismo. La saltó y se dejó caer al suelo para intentar recuperar el aliento. Un eco de pisadas tapó el ruido de los grillos.

Probablemente no tendría que haber reaccionado como lo hizo, pero ya le tenían las pelotas llenas Marco y sus amigos. Fernando no le caía mal, pero se convertía en un idiota siempre que andaba con los otros. Y los gemelos con suerte juntaban un cuarto de cerebro entre los dos, y todo lo que no tuviera que ver con hacer daño no les interesaba. Igual, el peor era el líder del grupo. Le había hecho la vida imposible desde el primer día que pisó el club, y se aseguro de que supiera que no pertenecía a ese lugar. Nunca había pasado de las cargadas constantes, o algún empujón de más en las prácticas. Pero ese día se habían puesto violentos. Los chismes vuelan rápido. Suponía que haberse acercado a la hermana de Marco le iba a traer consecuencias. Le parecía la persona más maravillosa que había conocido, y le resultaba increíble que ella quisiera pasar tiempo con él. Pensó que no había nadie cerca cuando tomó coraje para besarla, pero pensó mal. Lo primero que había aprendido en ese lugar es que siempre hay alguien mirando.

Estaba yendo hacia la salida cuando los gemelos le cortaron el paso. Sintió que una mano lo tomaba del cuello y lo empujaba hacia afuera, lejos de la seguridad real y metafórica del club. Terminó en el suelo del descampado, con cuatro pares de piernas dejándole en claro que si le interesaba seguir viviendo iba a tener que dejar en paz a Erica. Él se limitó a taparse la cabeza y tragar bronca hasta que todo pasó y Fernando lo ayudó a pararse, casi como un fugaz pedido de disculpas. Probablemente tendría que haber agachado la cabeza y vuelto a su casa, pero el “negro de mierda” con el que lo despidió Marco le nubló la cabeza. Se abalanzó sobre él lleno de furia y dejó caer meses de odio sobre su cara. Solo cuando miró sus nudillos llenos de sangre entendió la gravedad del asunto y huyó despavorido.

El ojo derecho de Marco era apenas una línea blanca entre los moretones y las manchas de sangre. El izquierdo cargaba con la ira de ambos. La nariz parecía rota y producía un silbido cada vez que respiraba. Fernando hacía lo posible por convencerlo de irse, que mejor lo buscaran en el club otro día. Pero no parecía dispuesto a dejar pasar una falta de respeto como esa. Tato seguía acostado boca abajo, tratando de confundirse con el poco pasto que quedaba en esa parte del parque. Sabía que tarde o temprano su respiración agitada iba a terminar por buchonearlo. No podía huir, y sus perseguidores parecían dispuestos a encontrarlo como fuera. Supuso que su única escapatoria era hacia abajo, hacia la oscuridad y el peligro de la barranca. Pero tenía que ser muy cuidadoso. Manteniéndose acostado, trató de deslizarse hacia atrás y comenzar a bajar lentamente, pero su pie resbaló con un montoncito de piedras y a punto estuvo de hacerlo caer si no hubiese sido por su rápida reacción para agarrarse de la baranda. Pero el ruido que hizo fue demasiado.

Los gemelos comenzaron a gritar insultos y Marco, medio ciego, corrió a toda velocidad hacia él. Tato se puso de pie y trató de saltar del otro lado de la baranda, pero antes de que pudiera hacerlo sintió casi ochenta kilos caer sobre él. El pie se le volvió a resbalar, pero esta vez no había nada a lo cual aferrarse. Cayeron hacia atrás y rodaron juntos por la barranca, rebotando contra la tierra y los filos de incontables piedras. Tato sintió arañazos en su cara y su espalda, y un hilo de sangre tibia le comenzó a bañar la frente. Los gritos de ambos se mezclaban en el silencio de la noche.

El polvo tardó unos segundos en dispersarse. Marco se paró tambaleante y dolorido por partida doble. Parpadeó con fuerza con su ojo sano intentando distinguir algo en la penumbra. Dio un par de pasos hasta que sintió agua bajo una de sus zapatillas. Adelantó el otro pie, pero no sintió lo mismo. Se dio vuelta lentamente. La luna apenas asomaba entre las nubes, iluminando suavemente la superficie del río. Las piernas le temblaron y la boca se le puso pastosa. Miró hacia abajo. Una mancha roja teñía el borde blanco de su zapatilla. Escuchó pisadas detrás suyo. Cuando volvió a girar vio los rostros pálidos de sus amigos, contemplando el charco que se derramaba de la frente de Tato en el lugar donde había golpeado la piedra. Los ojos vacíos contemplaban el cielo casi implorando una ayuda que no iba a llegar.

Marco cayó sobre sus rodillas y los temblores se apoderaron de su cuerpo. Las lágrimas comenzaron a caerle gruesas por los cachetes. Los gemelos quisieron acercarse a consolarlo, pero Fernando los detuvo. Señaló con la cabeza el cuerpo de Tato. No necesitó muchas más indicaciones. Mientras uno tomaba la enorme piedra contra la que reposaba la cabeza como si fuera una almohada, los otros dos agarraron a Tato de los brazos y las piernas. Se acercaron a la orilla y le encomendaron todo a las profundidades del Paraná. Luego ayudaron a Marco a ponerse de pie. Le sacaron las zapatillas empapadas de sangre y comenzaron a escalar la barranca. Fernando se retrasó. Giró la cabeza y le dedicó una última mirada al río y a Tato. Respiró hondo y empezó a trepar.

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Ignacio Llanes

Written by Ignacio Llanes

Soy un alma inquieta dentro de un cuerpo al que le gusta por demás permanecer quieto. Mi viejo quería que sea ingeniero, y llegué a técnico. Pero en publicidad.

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